martes, 26 de agosto de 2008

Tampoco de esto soy culpable



En mi entrada anterior presenté una arenga que acusa a mi madre de las culpas que han hecho de mi un hombre que mira desde la izquierda las realidades del mundo. No volveré sobre ese punto. Sin embargo debo hacer un nuevo descargo.
Nunca me conformé con creer que estos ideales eran buenos y suficientes para pensar un mundo más justo. Me he embarcado en alguna que otra actividad que por estudio o puesta en acción argumentaran a favor de ellos. Por sobre todo, me he involucrado con el campo del conocimiento, no sólo por la necesidad de saber, sino también por la vocación de despertar en otros estas maneras de ver y pensar la vida; maneras por las cuales no se acepta con naturalidad que existan quienes deban perder para que otros ganen. Soy maestro/estudiante. Me niego a separar estos vocablos, no se es lo uno sin lo otro… Pobre de los alumnos que padezcan docentes que sí puedan hacerlo.
Pues bien, aquí viene la cuestión. Tampoco soy culpable de esto.
Recuerdos de muy temprana infancia me devuelven a noches que acababan con mi viejo sentado en el umbral de mi cama o la de alguno de mis hermanos, leyéndonos con histriónico encanto. Extrañamente, no recuerdo haber oído de su voz las absurdas peripecias de niñas tragadas por lobos y devueltas a la vida por fornidos leñadores; tampoco recuerdo haberle oído promiscuas desventuras de una joven blanca como la nieve conviviendo con un grupete de enanos. No, el viejo nos leía, una y otra vez, los eclécticos capítulos de La Enciclopedia de los Pequeños. Allí nos dibujaba con palabras infinitos mundos por descubrir. Aún conservo los siete tomos que jamás devolveré al hogar paterno, pues los custodio como añorado tesoro. De allí que para mi, leer sea más que un pasatiempo.
Pero no sólo ello. Recuerdo además tardes y noches de cine continuado (o miniseries) por Canal Trece o Teleonce (hoy más conocido con el mote de Telefé). En esas oportunidades no nos cobijábamos con los lánguidos largometrajes de Disney. Uno tras otro, aparecían ante nosotros personajes como Nerón, Carlo Magno, Napoleón, el negro de Raíces, los supuestamente heroicos militares yanquis de la segunda gran guerra, los grises rostros de las víctimas de Holocausto, los artesanalmente victoriosos vietnamitas, y tantos más. Todos ellos podían ser, para mi mente infantil, puras creaciones de la febril imaginación de un Hollywood extraordinariamente prolífero. Pero allí aparecía mi viejo como un pie de página vivo. Sus comentarios me ponían sobreaviso de que aquello era historia y me ofrecían el escenario contextual que me permitía entenderla y amarla. Hoy soy profesor de historia.
Y aún hay más. Desde que tengo memoria El Pelado (léase “mi padre”) se ha ausentado muchas horas de casa por motivos extrafamiliares y extralaborales. No, no se haga cruces importuno lector. Mi viejo es un tipo que siempre ha metido las patas en el plato y lo ha pateado cada vez que ha podido.
Cuando éramos pibes ocupó diferentes cargos en las cooperadoras de las escuelas a las que concurríamos sus hijos, y siempre con un compromiso extremo.
Cuando la vida nos devolvió a Hudson, logró involucrar a mi vieja en un proyecto que resucitó en el viejo Club Las Chauchas las fiestas familiares. Sentía que era necesario volver a juntar a los vecinos con los vecinos. No se equivocaba. La década de los noventa le dio la razón cuando los impulsos neoliberales destrozaron las redes sociales, tan peligrosas para el orden social.
Cuando una de las tantas crisis de la patria parecía aniquilar su pequeña empresa de servicios, se juntó con otros comerciantes de la zona y fundó un Centro de Comerciantes que les permitía no sólo defenderse de las decisiones políticas sino limar en algo la competencia a la que estructuralmente sus oficios los obligan.
Cuando yo ya era maestro, se fue a la cooperadora de una escuela en la que aún trabajo para ver si podía dar una mano.
Hoy mismo, participa desde hace unos años en el novato Rotary Club de Hudson, desde donde logra colaborar con muchas escuelas y otras instituciones sociales.
Y dejé para el final su trabajo de maestro. El pelado es además profesor de folcklore. Hacía mucho que no ejercía, la necesidad de bancar a la familia lo desvió de esos rumbos por un tiempo. Pero desde hace más de diez años es director de un grupo de danzas que él mismo fundó, TACUIL. Me animaría a decir que son cientos de personas las que se juntan a bailar sin que nadie pague un mango y sin que nadie cobre un mango. Ya en otra escuela en la que trabajé se vino a colaborar como profe de danzas en un proyecto que otras personas y yo habíamos diseñado para meter a los pibes en la escuela y sacarlos de la calle.

¿Hace falta aclarar más? A veces suelo pensar: “Pobres, mis viejos, les salí zurdo y maestro” (léase “loco a contramano y muerto de hambre”). Pero la verdad es que la culpa no es mía. Mi vieja me crío en los ideales del pequeño mundo que es la familia y yo sólo los extendí hacia mis otros mundos. Y mi viejo, me enseñó que la cuestión estaba en hacer y no sólo en decir. En ambas materias me falta recorrido pero en marcha estoy. Así que ahora hago extensivo mi rugido de la entrada anterior:


¡LA CULPA TAMBIÉN ES DE MI VIEJO!


Aquí lo ven cortando la torta de los diez años de Tacuil.
Una de las tantas cosas que se le debe festejar a este pelado inquieto.
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jueves, 14 de agosto de 2008

LA CULPA ES DE MI VIEJA

Hace unos pocos días, manejando hacia mi casa y entre bocinazos, acelerones, frenadas e insultos siempre desmedidos pero insuficientes, tuve una experiencia casi mística. Como un fogonazo, una verdad -impensada hasta ese instante- incendió los velos de mi ignorancia. Entonces, fue como si el espíritu de Freud se apoderara de mi conciencia, y llegué a la conclusión psicoanalítica que anticipa el título: “La culpa es de Mi Vieja”. Ella no lo sabe, apenas se lo adelanté el domingo pasado y me mandó a la mierda. Digamos que lo hizo sin darse cuenta. Pero esto es una certeza.
Ella fue quien me crío en la conciencia de que lo que había en casa era de todos y, por tanto, era deber repartirlo en partes iguales. Si algún chocolate llegaba a nuestras manos, regalo de algún pariente o similar, su voz imperativa asestaba: “Convidale a tus hermanos”. Jamás hubo un regalo, una golosina, una salida, ni un mimo, para unos sí y para otros no. A lo sumo si alguien quedaba de araca
[1] era ella.
Un nuevo argumento que la inculpa es el recuerdo de otra actitud, pero esta vez hacia afuera. Cualquiera podría argüir que la primera de mis razones no es válida, pues esa tendencia al igualitarismo era entre sus seres más amados. Sin embargo, recuerdo patente que cada vez que mi vieja nos compraba zapatillas, también compraba para mis primos, o bien ayudaba a comprarlas. Del mismo modo, cuando nos dábamos una vuelta por el supermercado -mucho más chico y con infinita menos variedad que los de hoy- también había unas cajas con mercaderías para mis primos. Claro, usted que viene leyendo esto intentará aducir que nuevamente la generosidad era para quienes la unía un vínculo afectivo. Pues se equivoca.
Mis viejos trabajaron siempre y vale recordar que con quien escribe suman tres hermosos hijos varones. La economía familiar dio –casi siempre- para pagarle a alguien que ayude con las tareas del hogar, otro alguien que se haga cargo de las plantas y el jardín, otro de la plomería, otro de la electricidad, etc. Ello da cuenta además de la inutilidad que significa, muchas veces, tener cuatro hombres en la casa. Al grano, la cuestión es que mi vieja a todos ellos, trabajadores golondrinas que frecuentaban mi casa, los sentaba a la mesa, con la familia, y les ofrecía sus siempre suculentos y exquisitos platos de comida. Más aún, para cumpleaños, días de las madres, navidades y demás, siempre tuvo algún regalito para ellos. Nos advertía y nos enseñaba, con esos gestos, que no existen diferencias entre ellos y nosotros. Esto, que parece una verdad de Perogrullo
[2], es -para un pibe de clase casi media- todo un descubrimiento ético/filosófico y, claro está, e ideológico.
A este breve compendio de argumentos, me animaría a sumarle uno más, incluso más rebelde, más activista. Cuando llegaron los hipermercados comenzamos a ir de compras a Carrefour. Ello era, para ella y para mí, todo un paseo. Allí cometía –de tanto en tanto- una gran osadía que disfrutaba como si fuese una travesura de niña. Aún no se había implementado el sistema de código de barras para definir los costos de los productos, cada mercadería llevaba una etiqueta con su precio. Pues ella, mi Vieja, cambiaba el precio de la jarra que le gustaba por el de una más barata y berreta. Sólo esto parece un simple acto de vandalismo. Sin embargo, todo se clarifica al recordar que cuando niños, mi hermano menor y yo robamos un par de caramelos al Kiosquero de la esquina y la Vieja se puso loca. No sólo sancionó nuestro accionar sino que se mostró desilusionada. Nosotros le recordamos su fechoría en el hiper, suponiendo que ello nos habilitaba para realizar actos de envergadura similar. Pero entonces llegó una nueva lección: no era lo mismo – nos explicó –; Don Hipólito era un laburante y Don Carrefour, no; y ladrón que roba a ladrón…
De ahí la conclusión a la que arribé esa tarde: Me críe en la hermosa idea de que nada era completamente mío y que por ende siempre había alguien con quien compartirlo. Y aunque en su momento me debe haber resultado un poco difícil entenderlo, eso hizo de mí un hombre con algunas ideas de las cuales me siento orgulloso. En definitiva, si alguien es culpable de que quien escribe sea un comunista, o un socialista, o –como supo llamarme un profesor que quiero y admiro- un Homus-Sovieticus, ese responsable ya fue hallado. De algún sitio tenían que venir estos deseos de igualitarismo, de propiedad comunal, de “para todos, todo”, que para colmo de males defiendo –más intuitiva que razonablemente- desde muy chico. Así pues, basta ya de cuestionarme los ideales, y mucho menos responsabilizar a los estudios que emprendo o las lecturas que elijo o la música que escucho (con amor ese "basta ya"). La cuenta es al revés, si hago esas elecciones no es por mi culpa. No soy yo el responsable de pensar como pienso. Ya saben a quien darle la cana [3]:










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[1] ARACA. S. (Quedarse de ......): Quedar abandonado, sin el beneficio esperado. http://www.muevamueva.com/comunica/lunfardo/lunf-c-g.htm

[2] No puede afirmarse con certeza quién fue Perogrullo. Para algunos, fue un personaje quimérico; para otros, una persona de carne y hueso, asturiano para más datos. Sea como fuere, lo que no puede cuestionarse es el caudal de ingenio y gracejo encerrado en las célebres "verdades" que se atribuyen a este personaje, que a la mano cerrada le llamaba puño. Estas "verdades" formaron parte de coplas, muy cuidadosamente recopiladas y un autor tan afamado como Francisco de Quevedo y Villegas las intercaló en sus prosas. La incorporación en el uso coloquial de la expresión verdades de Perogrullo (en realidad, una deformación del nombre Pedrogrullo) se debe a la necesidad de expresar aquello que por evidente y consabido se hace ocioso anunciar. http://www.taringa.net/posts/offtopic/111457/El-porque-de-algunas-frases.html

[3]CANA S. Agente u Oficial de Policía. (dar la ......) divulgar un secreto. Prisión. (batir la .....) avisar la proximidad de la policía. http://www.muevamueva.com/comunica/lunfardo/lunf-c-g.htm
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martes, 5 de agosto de 2008


El Hombre Que Pedía Demasiado


Satanás: ¿Qué pides a cambio de tu alma?

Hombre: Exijo riquezas, posesiones, honores y distinciones.... Y también juventud, poder, fuerza y salud... Exijo sabiduría, genio, prudencia... Y también renombre, fama, gloria y buena suerte... Y amores, placeres, sensaciones... ¿Me darás todo eso?

Satanás: No te daré nada.

Hombre: Entonces no tendrás mi alma.

Satanás: Tu alma ya es mía. (Desaparece)

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel Gris


Me devano en esfuerzos por morigerar mi “naturalizada” inclinación hacia la moral. Abundo en discursos que niegan ante los otros cualquier juicio de tal tipo. Ello, con la firme convicción de que luego serán esos otros los que me convenzan de que soy un hombre prescindente de moralinas capaces de determinar lo bueno y lo malo. Y sin embargo, todo esto no es real. Determinante y extremo, amo los grises porque no los tengo y confío –con vergüenza- en patrones que ubican los actos del hombre en las penumbras o en el fulgor.
No sé si existe Satanás. Parece raro que siendo tan poderoso aceptara, sin interpelaciones, tan buena competencia por parte de los hombres; casi lo dejamos sin empleo. Pero sí creo que existe el mal. Sí acepto que existen decisiones que nos ponen a oscuras. Sí confío en que la vida es un camino bifurcado capaz de conducirnos a venturas y desventuras.
También admito mi incapacidad para descubrir cuáles son tus luces y cuáles son tus sombras. Pero me permito intuir que ha de haber conductas que universalmente nos ponen sobre planos negros. Y es el caso del breve relato de Dolina un ejemplo de ellas. No apunto los fusiles hacia la ambición. ¿Qué sería el hombre si nunca hubiese ambicionado superarse y superar su bienestar? Pero desconfío de algunas apetencias. Fundamentalmente, consigo enojarme con las aspiraciones que nos alejan de quiénes somos, de nuestra verdadera esencia. Pues allí es donde aparece la oscuridad, donde ya no podemos advertirnos en nuestra verdadera condición.


La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas.
Karl Marx






viernes, 1 de agosto de 2008

Resistir en un mundo de total inteferencia




“... La risa es el mejor antidepresivo que se conoce. Abrir ésta (la boca) y cagarse de la risa, reírse en la cara de quien te quiere joder. Reírse es la forma más sublime de la resistencia... ¿Entiendes?...
Risa, la que soñó Miguel Hernández, ponedora de alas, quitapenas, que derrumbe los muros y nos haga no despertar de lo que siempre se despierta.
Reír a gritos, saludablemente, ante la cara del verdugo, del tirano; reír hasta que entiendan que es en vano pelear a ciegas contra la alegría.
Reír, que suene como decir no.
Reír, que suene como decir basta.
Reír sabiendo de qué nos reímos, arremetiendo contra los molinos, con la risa como escudo y como espada, hasta que una insolente carcajada, llena de convicción y de firmeza, estalle desafiante ante el que manda cada vez que decrete la tristeza... reír... reír... reír... reír... reír... reír... ja ja ja ja ja ja ja ja ja ...”







De la película El Dedo En La Llaga



La realidad se esmera, no sin éxito, en arrebatarnos la alegría de sabernos creadores de nuestra vida, de nuestros mundos. Y sabiendo que no será sin fracasos, es preciso que nos propongamos una vida de resistencia que consiga sortear algunas de las tantas interferencias que nos impiden conectarnos con lo que realmente somos. Si no nos es posible derrumbar la enagenación, al menos resistámosla lo mejor posible.

Tomemos un tiempo para hablar de ciertas cosas que parecieran sufrir arcanos estorbos para acceder a la charla vulgar. Dispongamos de un espacio para la lectura de textos malditos por los embaucadores del presente. Soseguemos en la carrera de la modernidad y respiremos profundo, porque no es tan urgente llegar a ningún lado y ni obtener meta alguna. Y en ese instante miremos por el rabillo del ojo a esos amigos que entienden, que saben que uno no ha parado porque está agitado sino porque está resistiendo de la manera que puede. Y sonriámosle con picardía y complicidad a esos amores, pues ellos también resisten: sonrisa/palabra, sonrisa/abrazo, sonrisa/canción, sonrisa/silencio...

Espero que vuestros comentarios promuevan en mí mejores participaciones futuras; pero por sobre todo, espero que esos comentarios completen las ideas siempre inconclusas e imperfectas que de mi surgen...
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