En mi entrada anterior presenté una arenga que acusa a mi madre de las culpas que han hecho de mi un hombre que mira desde la izquierda las realidades del mundo. No volveré sobre ese punto. Sin embargo debo hacer un nuevo descargo.
Nunca me conformé con creer que estos ideales eran buenos y suficientes para pensar un mundo más justo. Me he embarcado en alguna que otra actividad que por estudio o puesta en acción argumentaran a favor de ellos. Por sobre todo, me he involucrado con el campo del conocimiento, no sólo por la necesidad de saber, sino también por la vocación de despertar en otros estas maneras de ver y pensar la vida; maneras por las cuales no se acepta con naturalidad que existan quienes deban perder para que otros ganen. Soy maestro/estudiante. Me niego a separar estos vocablos, no se es lo uno sin lo otro… Pobre de los alumnos que padezcan docentes que sí puedan hacerlo.
Pues bien, aquí viene la cuestión. Tampoco soy culpable de esto.
Recuerdos de muy temprana infancia me devuelven a noches que acababan con mi viejo sentado en el umbral de mi cama o la de alguno de mis hermanos, leyéndonos con histriónico encanto. Extrañamente, no recuerdo haber oído de su voz las absurdas peripecias de niñas tragadas por lobos y devueltas a la vida por fornidos leñadores; tampoco recuerdo haberle oído promiscuas desventuras de una joven blanca como la nieve conviviendo con un grupete de enanos. No, el viejo nos leía, una y otra vez, los eclécticos capítulos de La Enciclopedia de los Pequeños. Allí nos dibujaba con palabras infinitos mundos por descubrir. Aún conservo los siete tomos que jamás devolveré al hogar paterno, pues los custodio como añorado tesoro. De allí que para mi, leer sea más que un pasatiempo.
Pero no sólo ello. Recuerdo además tardes y noches de cine continuado (o miniseries) por Canal Trece o Teleonce (hoy más conocido con el mote de Telefé). En esas oportunidades no nos cobijábamos con los lánguidos largometrajes de Disney. Uno tras otro, aparecían ante nosotros personajes como Nerón, Carlo Magno, Napoleón, el negro de Raíces, los supuestamente heroicos militares yanquis de la segunda gran guerra, los grises rostros de las víctimas de Holocausto, los artesanalmente victoriosos vietnamitas, y tantos más. Todos ellos podían ser, para mi mente infantil, puras creaciones de la febril imaginación de un Hollywood extraordinariamente prolífero. Pero allí aparecía mi viejo como un pie de página vivo. Sus comentarios me ponían sobreaviso de que aquello era historia y me ofrecían el escenario contextual que me permitía entenderla y amarla. Hoy soy profesor de historia.
Y aún hay más. Desde que tengo memoria El Pelado (léase “mi padre”) se ha ausentado muchas horas de casa por motivos extrafamiliares y extralaborales. No, no se haga cruces importuno lector. Mi viejo es un tipo que siempre ha metido las patas en el plato y lo ha pateado cada vez que ha podido.
Cuando éramos pibes ocupó diferentes cargos en las cooperadoras de las escuelas a las que concurríamos sus hijos, y siempre con un compromiso extremo.
Cuando la vida nos devolvió a Hudson, logró involucrar a mi vieja en un proyecto que resucitó en el viejo Club Las Chauchas las fiestas familiares. Sentía que era necesario volver a juntar a los vecinos con los vecinos. No se equivocaba. La década de los noventa le dio la razón cuando los impulsos neoliberales destrozaron las redes sociales, tan peligrosas para el orden social.
Cuando una de las tantas crisis de la patria parecía aniquilar su pequeña empresa de servicios, se juntó con otros comerciantes de la zona y fundó un Centro de Comerciantes que les permitía no sólo defenderse de las decisiones políticas sino limar en algo la competencia a la que estructuralmente sus oficios los obligan.
Cuando yo ya era maestro, se fue a la cooperadora de una escuela en la que aún trabajo para ver si podía dar una mano.
Hoy mismo, participa desde hace unos años en el novato Rotary Club de Hudson, desde donde logra colaborar con muchas escuelas y otras instituciones sociales.
Y dejé para el final su trabajo de maestro. El pelado es además profesor de folcklore. Hacía mucho que no ejercía, la necesidad de bancar a la familia lo desvió de esos rumbos por un tiempo. Pero desde hace más de diez años es director de un grupo de danzas que él mismo fundó, TACUIL. Me animaría a decir que son cientos de personas las que se juntan a bailar sin que nadie pague un mango y sin que nadie cobre un mango. Ya en otra escuela en la que trabajé se vino a colaborar como profe de danzas en un proyecto que otras personas y yo habíamos diseñado para meter a los pibes en la escuela y sacarlos de la calle.
¿Hace falta aclarar más? A veces suelo pensar: “Pobres, mis viejos, les salí zurdo y maestro” (léase “loco a contramano y muerto de hambre”). Pero la verdad es que la culpa no es mía. Mi vieja me crío en los ideales del pequeño mundo que es la familia y yo sólo los extendí hacia mis otros mundos. Y mi viejo, me enseñó que la cuestión estaba en hacer y no sólo en decir. En ambas materias me falta recorrido pero en marcha estoy. Así que ahora hago extensivo mi rugido de la entrada anterior:
Nunca me conformé con creer que estos ideales eran buenos y suficientes para pensar un mundo más justo. Me he embarcado en alguna que otra actividad que por estudio o puesta en acción argumentaran a favor de ellos. Por sobre todo, me he involucrado con el campo del conocimiento, no sólo por la necesidad de saber, sino también por la vocación de despertar en otros estas maneras de ver y pensar la vida; maneras por las cuales no se acepta con naturalidad que existan quienes deban perder para que otros ganen. Soy maestro/estudiante. Me niego a separar estos vocablos, no se es lo uno sin lo otro… Pobre de los alumnos que padezcan docentes que sí puedan hacerlo.
Pues bien, aquí viene la cuestión. Tampoco soy culpable de esto.
Recuerdos de muy temprana infancia me devuelven a noches que acababan con mi viejo sentado en el umbral de mi cama o la de alguno de mis hermanos, leyéndonos con histriónico encanto. Extrañamente, no recuerdo haber oído de su voz las absurdas peripecias de niñas tragadas por lobos y devueltas a la vida por fornidos leñadores; tampoco recuerdo haberle oído promiscuas desventuras de una joven blanca como la nieve conviviendo con un grupete de enanos. No, el viejo nos leía, una y otra vez, los eclécticos capítulos de La Enciclopedia de los Pequeños. Allí nos dibujaba con palabras infinitos mundos por descubrir. Aún conservo los siete tomos que jamás devolveré al hogar paterno, pues los custodio como añorado tesoro. De allí que para mi, leer sea más que un pasatiempo.
Pero no sólo ello. Recuerdo además tardes y noches de cine continuado (o miniseries) por Canal Trece o Teleonce (hoy más conocido con el mote de Telefé). En esas oportunidades no nos cobijábamos con los lánguidos largometrajes de Disney. Uno tras otro, aparecían ante nosotros personajes como Nerón, Carlo Magno, Napoleón, el negro de Raíces, los supuestamente heroicos militares yanquis de la segunda gran guerra, los grises rostros de las víctimas de Holocausto, los artesanalmente victoriosos vietnamitas, y tantos más. Todos ellos podían ser, para mi mente infantil, puras creaciones de la febril imaginación de un Hollywood extraordinariamente prolífero. Pero allí aparecía mi viejo como un pie de página vivo. Sus comentarios me ponían sobreaviso de que aquello era historia y me ofrecían el escenario contextual que me permitía entenderla y amarla. Hoy soy profesor de historia.
Y aún hay más. Desde que tengo memoria El Pelado (léase “mi padre”) se ha ausentado muchas horas de casa por motivos extrafamiliares y extralaborales. No, no se haga cruces importuno lector. Mi viejo es un tipo que siempre ha metido las patas en el plato y lo ha pateado cada vez que ha podido.
Cuando éramos pibes ocupó diferentes cargos en las cooperadoras de las escuelas a las que concurríamos sus hijos, y siempre con un compromiso extremo.
Cuando la vida nos devolvió a Hudson, logró involucrar a mi vieja en un proyecto que resucitó en el viejo Club Las Chauchas las fiestas familiares. Sentía que era necesario volver a juntar a los vecinos con los vecinos. No se equivocaba. La década de los noventa le dio la razón cuando los impulsos neoliberales destrozaron las redes sociales, tan peligrosas para el orden social.
Cuando una de las tantas crisis de la patria parecía aniquilar su pequeña empresa de servicios, se juntó con otros comerciantes de la zona y fundó un Centro de Comerciantes que les permitía no sólo defenderse de las decisiones políticas sino limar en algo la competencia a la que estructuralmente sus oficios los obligan.
Cuando yo ya era maestro, se fue a la cooperadora de una escuela en la que aún trabajo para ver si podía dar una mano.
Hoy mismo, participa desde hace unos años en el novato Rotary Club de Hudson, desde donde logra colaborar con muchas escuelas y otras instituciones sociales.
Y dejé para el final su trabajo de maestro. El pelado es además profesor de folcklore. Hacía mucho que no ejercía, la necesidad de bancar a la familia lo desvió de esos rumbos por un tiempo. Pero desde hace más de diez años es director de un grupo de danzas que él mismo fundó, TACUIL. Me animaría a decir que son cientos de personas las que se juntan a bailar sin que nadie pague un mango y sin que nadie cobre un mango. Ya en otra escuela en la que trabajé se vino a colaborar como profe de danzas en un proyecto que otras personas y yo habíamos diseñado para meter a los pibes en la escuela y sacarlos de la calle.
¿Hace falta aclarar más? A veces suelo pensar: “Pobres, mis viejos, les salí zurdo y maestro” (léase “loco a contramano y muerto de hambre”). Pero la verdad es que la culpa no es mía. Mi vieja me crío en los ideales del pequeño mundo que es la familia y yo sólo los extendí hacia mis otros mundos. Y mi viejo, me enseñó que la cuestión estaba en hacer y no sólo en decir. En ambas materias me falta recorrido pero en marcha estoy. Así que ahora hago extensivo mi rugido de la entrada anterior:
¡LA CULPA TAMBIÉN ES DE MI VIEJO!
Aquí lo ven cortando la torta de los diez años de Tacuil.
Una de las tantas cosas que se le debe festejar a este pelado inquieto.
.
.
.
.
.
.